La cúpula chavista se ha repartido la Amazonia venezolana por medio de una red criminal, dejando las minas en manos de grupos irregulares, sin importarles las consecuencias.
El territorio de Guayana, en Venezuela, se ubica en tres de los estados al sur del Orinoco: Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro. La región ha experimentado un inusitado aumento de la violencia, fundamentalmente por la actividad de los Grupos Armados Organizados (GAO), auspiciada por el régimen chavista con la minería ilegal y otros muchos negocios ilícitos.
Los GAO han sembrado el terror entre la población, que se ve obligada a desplazarse si no quiere ser víctima de la violencia de estos grupos, instalados en sus «feudos» con absoluta impunidad.
El último informe de SOS Orinoco presentado por su fundadora, Cristina Burelli, sostiene que «toda la actividad minera de oro en Venezuela está montada sobre una estructura delincuencial con ramificaciones internacionales de la cual el gobierno es el cerebro».
Aunque la región señalada abarca la mitad del territorio nacional, en ella solo vive el 7% del total de la población venezolana, por lo que son muy llamativos los niveles de violencia del estado Bolívar. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), en el año 2017 se registró una tasa de 113 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, siendo el cuarto estado más violento del país. En 2018 tuvo la tercera mayor tasa, y en 2019 obtuvo el segundo puesto a nivel nacional.
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Este incremento de la violencia coincidió con la proliferación de la minería ilegal en la región, amparada e impulsada por el régimen chavista con la creación por decreto del Arco Minero del Orinoco en 2016.
De hecho, tres de los cinco municipios más violentos del país forman parte de la zona minera del estado Bolívar, con cifras de muertes violentas impresionantemente altas: El Callao con 511; Sifontes, con 189; y Roscio, con 125 por cada 100.000 habitantes.
La cuestión es que el sur del Orinoco alberga una enorme riqueza de recursos minerales y, ante la falta de protección por parte de las autoridades, la extracción ilegal de oro y diamantes es una auténtica amenaza para la población indígena y el medio ambiente. Un problema que se acentuó con la debacle económica y el desmantelamiento de las industrias básicas de Guayana.
Al tratarse de una tentadora fuente de recursos económicos inmediatos, fue decretado el mencionado Arco Minero, sin la aprobación de la Asamblea Nacional. Ni siquiera realizaron los estudios de impacto ambiental y sociocultural, ni la consulta a los pueblos indígenas, establecidos por las leyes venezolanas.
Se suponía que esos 112.000 km2 debían atraer inversiones de capital para desarrollar y modernizar el sector industrial minero, pero la oferta no resultó atractiva por la falta de legalidad y transparencia del régimen y hubo muy pocos acuerdos.
Es entonces cuando Maduro, que no estaba dispuesto a renunciar a toda esa riqueza, dio el visto bueno a la explotación minera irregular, descontrolada y sin límites geográficos ni éticos.
Así se agudizaron los daños ambientales, la inseguridad y los conflictos sociales con las comunidades locales, en un contexto de lucha violenta por el control de las minas. Como parte del problema, llegaron para hacer su agosto los grupos irregulares armados y los organismos de seguridad del Estado. Para Burelli: «La eficiencia del sistema instaurado en Venezuela para la producción de oro depende totalmente de mecanismos de control basados en la violencia extrema y la violación de los DDHH».
Desde 2018, SOS Orinoco ha revelado una gran trama criminal organizada que ensucia todos los niveles del poder político y militar.
En el entramado se incluyen los denominados «sindicatos mineros» por su origen, verdaderas bandas criminales hoy en día, los «pranatos» o grupos de delincuentes liderados desde la cárcel, las megabandas y la guerrilla colombiana, con el ELN y las disidencias de las FARC a la cabeza.
La mayoría de estos grupos actúan con el apoyo de los jerarcas del gobierno de Maduro y sus aliados militares. Entre 70% y 90% del oro venezolano sale del país ilegalmente, a través de operaciones que involucran a funcionarios y familiares muy cercanos al entorno presidencial, según Transparencia Venezuela.
Los GAO, por su parte, reciben una considerable porción de las ganancias, lo que representa una importante fuente de financiación de estos grupos, según ha podido verificar la ONG. No obstante, algunos GAO no cuentan con la anuencia del gobierno, sino que son combatidos por otras organizaciones violentas alineadas con Maduro y sus secuaces.
Estas últimas son las encargadas del control y el orden en las minas. Restringen el acceso y supervisan a todas las personas que entran o salen de «sus territorios». Las normas son muy rígidas y los castigos terribles y macabros: disparos en las manos, palizas, amputaciones o muerte.
Habitualmente, las ejecuciones se hacen en público, para que sirvan de ejemplo. Según el informe de SOS Orinoco, algunas víctimas han sido desmembradas a la vista de todos con motosierras, hachas o machetes. En otros casos, simplemente «desaparecen» a quienes suponen un peligro, aunque en ocasiones sus cuerpos son encontrados mutilados.
La extorsión también es una fuente de ingresos de los GAO. Ofrecen protección (pago de vacuna) a cambio de oro, que es la moneda de uso regular para cualquier tipo de transacción económica en las zonas mineras.
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Otros negocios ilícitos vinculados a los GAO son el narcotráfico, el tráfico de minerales, el contrabando de armas, combustible o alimentos, la extracción de madera sin permisos y la trata de blancas. Operan con una amplia red criminal de socios que incluyen cárteles de Colombia, México, Centroamérica o Brasil.
Algunos GAO destinan una parte de sus ganancias al financiamiento de escuelas o centros médicos. Es una manera de ganarse el apoyo de los habitantes de la zona y crear sus propios refugios donde se hacen fuertes, incluso reclutando jóvenes de la zona.
A la violencia ejercida por los grupos irregulares hay que sumar la de los cuerpos de seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas Nacionales. La respuesta del régimen ante el auge delictivo ha sido el exterminio. La tasa de ejecuciones extrajudiciales supera a la de otros tipos de homicidios. Según registros del OVV, en el municipio de Roscio en 2017, los operativos policiales y militares causaron cinco veces más muertes que los delincuentes.
Las cifras son alarmantes, entre 2019 y 2020, en el estado Bolívar al menos 426 personas fueron ejecutadas por funcionarios de cuerpos de seguridad, según la Comisión para los Derechos Humanos y la Ciudadanía. El miedo a la violencia ha tenido como consecuencia una ola de desplazamientos hacia otras zonas del país y naciones vecinos.
Redacción: Alicia Salazar