Los pueblos indígenas en Venezuela sufren con extrema crudeza la desnutrición, el descuido gubernamental, las enfermedades y los abusos de grupos violentos en las zonas mineras.
Un buen ejemplo de la hipocresía de la retórica chavista es su trillado discurso «a favor de los pueblos originarios y en contra del colonialismo genocida europeo». Puras palabras, los pueblos indígenas de Venezuela se encuentran entre las víctimas más golpeadas por el régimen de Nicolás Maduro.
Recordemos que el chavismo cambió la celebración del 12 de octubre, «Día de la Raza», por el «Día de la Resistencia Indígena» y, en su afán por hacerle justicia a los pueblos originarios, las estatuas de Cristóbal Colón fueron removidas de plazas y avenidas. Sin embargo, más de dos décadas después, las promesas de inclusión y defensa de los indígenas venezolanos quedaron en el olvido. Actualmente, estos pueblos sufren de manera pronunciada la emergencia humanitaria que asola el país. Es tan profunda la crisis, que muchos grupos corren incluso el riesgo de desaparecer.
La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas, por ejemplo, en sus informes sobre derechos humanos, ha instado al Gobierno de Venezuela a adoptar medidas específicas para remediar las graves vulneraciones de los derechos económicos, sociales, políticos y culturales de estos grupos étnicos.
Los pueblos indígenas representan el 2,5% de la población venezolana, y aunque padecen los mismos problemas de derechos humanos que la población en general, los sufren de manera desproporcionada. Un caso ilustrativo es el de las comunidades indígenas del estado Delta Amacuro, al oriente del país. La Organización Panamericana de la Salud llegó a confirmar 341 casos de sarampión al año en comunidades de etnia warao.
En materia de alimentación también se violan sus derechos básicos. Los planes de distribución de alimentos no contemplan los requerimientos tradicionales, nutricionales y culturales de estas comunidades. Mientras tanto, el hambre obliga a los indígenas a migrar en busca de comida.
Maulglimer Baloa, líder y defensora de los derechos humanos en la Amazonía venezolana, contó en una entrevista para el diario colombiano «El Tiempo» la terrible realidad que viven los pueblos indígenas de esa zona del país. Al llegar a su pueblo, San Carlos de Río Negro, se encontró con un pueblo sin electricidad donde la única casa con el servicio básico es la del alcalde.
También denunció la vulneración de los derechos económicos de los habitantes: «El alcalde sustituyó la moneda venezolana, por un papelito donde le pone “el rionegrense”. Eso les permite cambiarlo por un producto que él mismo vende. Un papel equivale a un mes de salario». Los pueblos indígenas han resultado desplazados: «Encontré comunidades muertas, no existen. Todos se fueron […] Es un lugar totalmente devastado».
Con todo lo anterior, los problemas más graves de los indígenas venezolanos están asociados con la minería ilegal que se ha expandido en la zona sur del país, donde proliferan mafias protegidas por el régimen de Nicolás Maduro.
Todo comenzó en 2016, cuando la dictadura creó la llamada Zona de Desarrollo Estratégico Especial Arco Minero del Orinoco, un proyecto que se desarrolla en la franja sur del río Orinoco, en regiones habitadas tradicionalmente por comunidades indígenas.
El Arco Minero se impuso sin consulta previa, informada y libre de los pueblos indígenas directamente afectados. El hecho es que el proyecto es un nido de corrupción y un espantoso crimen ecológico. De allí se extraen minerales como carbón, oro, hierro, bauxita, cobre, cromo, magnesita, níquel, tierras raras y diamantes. El régimen de Maduro ha abusado de las 16 etnias propietarias de esas tierras en favor de las empresas privadas vinculadas con militares y funcionarios de la cúpula chavistas.
Los activistas han denunciado múltiples veces que las mafias dirigidas desde las cárceles hacen de las suyas impunemente. Los habitantes indican que los militares venezolanos están involucrados en la extracción ilegal del oro, apoyando a los irregulares a cambio de una parte de sus ganancias. También participan en el botín los grupos guerrilleros colombianos que se desligaron de las FARC.
Juvencio Gómez, líder de la etnia Pemón y luchador por los derechos humanos, sostiene: «Estamos pasando muchas necesidades económicas y sociales. Sin alimento y sin agua. Es nuestra tierra y no lo podemos abandonar».
Las comunidades solo tienen dos opciones: dedicarse a la extracción del oro o ser desplazados de sus territorios donde no pueden trabajar ni transitar libremente.
La organización de Mujeres Indígenas Amazónicas Wanaaleru denunció, a su vez, que las niñas indígenas han sido obligadas a ejercer la prostitución alrededor de las minas.
«Están sometiendo a nuestros hermanos indígenas», se lamenta Gómez. «La paz y la tranquilidad con la que vivíamos en nuestros territorios, eso se ha acabado».
Redacción: Alicia Salazar