Es preocupante saber que luego de décadas de progreso continuo en el control de la malaria en América Latina, la región en realidad se encuentra lejos de alcanzar las metas de eliminación establecidas por la OMS. Pero lo vergonzoso del asunto es que el retraso se debe, en gran medida, al desastroso incremento de casos en Venezuela, un país que fue pionero en logros epidemiológicos concretos en un pasado no muy lejano.
La Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) alertó en su reciente actualización de cifras sobre Venezuela que, específicamente, en el estado Bolívar se han registrado 56.273 casos de malaria desde enero hasta agosto de 2021.
El mayor número de casos se concentra en el municipio Sifontes, al noreste de la entidad, donde se contabilizaron 15.698 contagios, lo que representa un 27,9%. Le sigue el municipio Bolivariano de Angostura con 8.608 casos de malaria, un 15,3%, y luego el municipio Sucre con 7.993 para un 14,2%.
No debería sorprendernos el elevado número de casos en el municipio Sifontes, puesto que un estudio publicado en PLoS Neglected Tropical Diseases, en enero pasado, y realizado por investigadores venezolanos y extranjeros, lo catalogó como un hotspot o punto caliente (foco desde el que se expande el contagio de malaria). De hecho, las parroquias San Isidro y Dalla Costa del municipio Sifontes reúnen más del 60 por ciento de los casos registrados en la última década.
El mismo estudio arrojó otros datos de consideración. Desde el punto de vista ocupacional, la mayoría de las personas infectadas se relacionaron con las actividades de extracción de oro. Igualmente, el análisis de la información epidemiológica y geográfica encontró que en las zonas deforestadas había una mayor cantidad de casos de malaria que en otras áreas y que las infecciones por Plasmodium falciparum y Plasmodium vivax (las dos especies más comunes del parásito de la malaria en el país) se incrementaron al mismo tiempo que disminuyó la vegetación.
Desde hace casi 14 años, Sifontes ha perdido más de 3.058 hectáreas de bosques debido a la minería ilegal. La investigadora María Eugenia Grillet, autora principal del estudio, indicó al respecto: “El minero, al deforestar para extraer oro, genera lagunas artificiales, hábitats para el mosquito anófeles, transmisor de la malaria”.
Los datos también muestran que la mayoría de los afectados fueron hombres entre 21 y 40 años, y que 6 de cada 10 se dedicaban a la minería. En cuanto a la mortalidad de los casos, el exministro de salud José Félix Oletta explicó que “Venezuela tiene el mayor número de casos mortales del continente. Pasamos de tener 3 por ciento de los casos mortales de la región a 73 por ciento”; también advirtió que se han encontrado dolencias graves en el hígado y en el cerebro de algunos pacientes.
Lo paradójico es que entre 1936 y 1970 una de las campañas antimaláricas más importantes de Latinoamérica, liderada por el insigne Dr. Arnoldo Gabaldón, permitió el crecimiento de ciudades y pueblos en una zona que por años había visto limitado su desarrollo debido a la enfermedad. Ahora, según la OMS, Venezuela es el segundo país americano que menos invirtió en la lucha contra la malaria en 2020. Por ejemplo, mientras México destina 15 dólares por persona en zonas de riesgo malárico, Venezuela apenas dedica 20 centavos de dólar. A esto debemos sumar que las pocas actividades de control llevadas a cabo fueron financiadas directamente por la Organización Panamericana de la Salud.
Si deseamos revertir las cifras aportadas por la OCHA, la sociedad médica y científica del país debe asumir el mando de la planificación, ejecución y evaluación de cualquier programa de erradicación de la malaria. Solo restándole protagonismo al régimen se puede garantizar que los recursos asignados se usen de forma eficiente para beneficio de los más afectados, sin discriminación política de ningún tipo.
Redacción: Alicia Salazar